La Boca, 1979.
En el barrio todos los años era lo mismo. Cuando llegaba el circo a casa amarilla, los animales callejeros empezaban a desaparecer del barrio. “Los alimentan a los leones”, susurraban los mayores. Pero mi amigo Néstor, con una determinación que solo puede tener un niño de diez años, juró que había visto la verdad con sus propios ojos.
Armados de coraje y piedras, nos lanzamos a una misión de rescate. Fuimos a casa amarilla y nos enfrentamos a Cacho y Vladimir, dos figuras imponentes que custodiaban jaulas llenas de animalitos con miradas temerosas. “¡Esto es un crimen!”, gritó Néstor, y en ese momento, todos supimos que estábamos haciendo lo correcto. Despues de tirarles una lluvia de piedrazos, conseguimos liberar a los animales en un acto que, para nosotros, fue nuestra pequeña revolución.
Pero no todo era como parecía. Andrei Ivanov, el jefe del circo, tenía otra versión de la historia. Según él, su hijo Vladimir y Cacho no eran cazadores, sino salvadores de animales perdidos y heridos, “Ellos son buenos, esos nenes son malos, odian a los animales y quieren que mueran enfermos en las calles, por eso los soltaron.” El barrio tuvo dos historias para creer. Lo que decían Nestor y sus amigos, o lo que decía Vladimir.
Ese año, el circo en Casa Amarilla no sólo nos ofreció entretenimiento, sino lecciones de vida, momentos de valor, y un sinfín de recuerdos que quedaron pegados en las paredes de nuestra memoria. Aprendimos sobre el coraje, la compasión, y la capacidad de cuestionar las historias que se nos cuentan.