12. Los domingos en la Bombonera.

La Boca, 1979.

Domingos en La Boca tenían un sabor especial, un aroma único que llenaba el aire. Eran días de fútbol, de Boca, y el barrio entero vibraba al compás de la pasión xeneize. Desde temprano, se podía sentir la procesión de gente, una marea humana que fluía de todos los rincones hacia un solo destino: la Bombonera.

Lo más curioso y hermoso de esos días era ver cómo, entre la multitud de camisetas azules y amarillas, se mezclaban los extraterrestres, igual de fanáticos, igual de emocionados. Alentaban, cantaban, compartían esa pasión indescriptible por Boca, convirtiéndose en parte del tejido social de nuestro barrio.

Las calles se impregnaban del aroma a pizza de cancha, a choripanes que se cocinaban al aire libre, mientras en las casas no faltaba el asado dominical o la pasta, símbolo de esos almuerzos familiares interminables. Todo el barrio estaba en movimiento; colectivos abarrotados de hinchas y banderas azules y amarillas que coloreaban las avenidas, y las xeneixes que se reunían en Pinzón y Palos, como si fuera un ritual sagrado.

Desde cualquier rincón de La Boca, incluso desde los más alejados como el Parque Lezama o las orillas del Riachuelo, se podía sentir el eco de la hinchada, un coro gigantesco que parecía llevar el pulso del barrio. Y cuando el gol explotaba en la radio, el retumbar de la Bombonera llegaba con ese pequeño desfase, dos segundos de suspenso que se convertían en pura euforia.

Mis domingos tenían una rutina inquebrantable. Junto a Ale y Roberto, corríamos por casa amarilla hacia la Bombonera, con la astucia infantil de pedirle a algún adulto que nos pasara gratis, fingiendo ser sus hijos. Ese pequeño truco, era nuestra pequeña victoria antes del partido.

Esos recuerdos, esos domingos de fútbol, en esa euforia compartida, en esas tardes de sol y fútbol, encontrábamos la esencia misma de nuestro barrio, un lugar donde, a pesar de nuestras diferencias, éramos una sola voz, un solo corazón latiendo al ritmo de “Dale Bo”.

Carlitos alentando en la Bombonera.

Alejandrito alentando de visitante.

Pablito, el extraterrestre mas Xeneixe.

Los tres hermanos.

La Boca, 1979.

Entre los vecinos del espacio, había tres hermanos: Pablito, Carlitos y Alejandrito. Amaban tanto a Boca que se enfrentaban a quien insultara al club o a alguno de los jugadores. Para ellos, eso era inaceptable. Ellos estaban siempre en socios, como a 20 metros a la izquierda del túnel central.

Ahí todos los conocían, pero si había algún distraído que insultaba a un jugador, los tres le decían, “Che, vo’ picatelas. A Boca se lo alienta siempre”.

Después, te agarraban de la oreja y te llevaban a las vías detrás de la cancha. Algunos sugerían que ahí deberían darles una buena paliza, pero los hermanos creían que con amor todo se resolvía. Al dejarlos afuera de la cancha les decían, “Pensá, pensá en todo. Si tu amor es verdadero, jamás vendrías con tu mala energía al templo xeneize. Tu mala energía le hace mal al universo y te lo decimos nosotros que sabemos: el universo quiere amor”.

Cuando volvían a la cancha, el estadio entero los aplaudia. También los jugadores y cuerpo tecnico.

El Toto Lorenzo una vez les dió unas medallas por defender a los jugadores. Otra vez los invitaron al entrenamiento a puertas cerradas.

Los hermanos se había convertido en un talismán. “Cuando los tres están en la cancha, es como si una energía mágica nos envolviera, todos alientan, todo es amor, no hay lugar para la agresión”, comentaba un jubilado del sector vitalicios.

“Nosotros somos solo guardianes del honor xeneize. Nadie nos dió ese cargo, pero alguien tiene que hacerlo”, decía humildemente Pablito. Carlitos reflexionaba: “No importa en qué galaxia estemos, a Boca Juniors lo sigo adonde va”. Alejandrito, con lágrimas en sus ojos, solo añadió: “Esta es nuestra familia, esta es nuestra casa”.

Desde entonces, los tres hermanos se convirtieron en leyendas en La Boca. Una frase suya se volvió canción, un sentimiento de ellos se convirtió en regla, y su amor se transformó en ejemplo. Y el eco de su presencia resuena en el tiempo y va más allá de las estrellas.

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