La Boca, 1979.
Domingos en La Boca tenían un sabor especial, un aroma único que llenaba el aire. Eran días de fútbol, de Boca, y el barrio entero vibraba al compás de la pasión xeneize. Desde temprano, se podía sentir la procesión de gente, una marea humana que fluía de todos los rincones hacia un solo destino: la Bombonera.
Lo más curioso y hermoso de esos días era ver cómo, entre la multitud de camisetas azules y amarillas, se mezclaban los extraterrestres, igual de fanáticos, igual de emocionados. Alentaban, cantaban, compartían esa pasión indescriptible por Boca, convirtiéndose en parte del tejido social de nuestro barrio.
Las calles se impregnaban del aroma a pizza de cancha, a choripanes que se cocinaban al aire libre, mientras en las casas no faltaba el asado dominical o la pasta, símbolo de esos almuerzos familiares interminables. Todo el barrio estaba en movimiento; colectivos abarrotados de hinchas y banderas azules y amarillas que coloreaban las avenidas, y las xeneixes que se reunían en Pinzón y Palos, como si fuera un ritual sagrado.
Desde cualquier rincón de La Boca, incluso desde los más alejados como el Parque Lezama o las orillas del Riachuelo, se podía sentir el eco de la hinchada, un coro gigantesco que parecía llevar el pulso del barrio. Y cuando el gol explotaba en la radio, el retumbar de la Bombonera llegaba con ese pequeño desfase, dos segundos de suspenso que se convertían en pura euforia.
Mis domingos tenían una rutina inquebrantable. Junto a Ale y Roberto, corríamos por casa amarilla hacia la Bombonera, con la astucia infantil de pedirle a algún adulto que nos pasara gratis, fingiendo ser sus hijos. Ese pequeño truco, era nuestra pequeña victoria antes del partido.
Esos recuerdos, esos domingos de fútbol, en esa euforia compartida, en esas tardes de sol y fútbol, encontrábamos la esencia misma de nuestro barrio, un lugar donde, a pesar de nuestras diferencias, éramos una sola voz, un solo corazón latiendo al ritmo de “Dale Bo”.